jueves, 29 de abril de 2010

El preso.

Dolor y miseria. Esas son las dos palabras que mejor definen este lugar. ¡Pero hoy es el día, hoy por fin terminará mi pesadilla y dejaré atrás este infierno que es mi prisión! Esto es lo único en lo que puedo pensar mientras estoy aquí, tirado en el enmohecido catre de mi infrahumana celda. Un rayo de Sol, abriéndose paso por la minúscula ventana enrejada, alcanza mis entreabiertos ojos. Me levanto, me encaramo a la reja y respiro profundamente el aire fresco de la mañana, este me aclara la mente, embotada por el nauseabundo hedor de la mal ventilada prisión. Contemplo con admiración el amanecer, observando como el astro rey se alza tiñendo de rojo los lejanos jirones de nube. Hago lo mismo todas las mañanas ya que el amanecer es lo único hermoso que puedo ver en este lóbrego lugar. El fresco aire de la mañana es como un hálito de vida que me permite recordar que existe un mundo externo a esta prisión y sólo gracias a ello consigo conservar la cordura.
Suenan dos golpes en la puerta y acto seguido un mendrugo de pan seco y una mugrienta jarra de agua aparecen por una pequeña abertura en la parte inferior de la puerta. Mientras como, reflexiono sobre la serie de acontecimientos que me han conducido hasta esta situación. Todo empezó cuando, exaltado por la vitalidad de mi juventud, decidí expresar mis ideas, aunque estas fueran contrarias al régimen. Escribí un artículo muy crítico sobre la política totalitarista del Partido y, a pesar de las advertencias de mi amada sobre las posibles consecuencias de esta temerosa acción y de que ella intentase convencerme de que no lo hiciera, publiqué mi artículo en el último periódico que aún conservaba cierta libertad. Dos días después, varios hombres armados entraron en mi casa y, acusándome de ser un traidor a mi patria, se dispusieron a arrestarme. Desesperada, mi amada intentó interponerse entre los soldados y yo, pero, para mi eterna desdicha, uno de los soldados sacó su pistola y, sin mostrar emoción alguna, sesgó la vida de aquella a quien yo amaba con toda mi alma. Tras esto, no opuse resistencia. Ellos me metieron en un camión donde pude observar las caras, llenas de temor, de otros hombres que, al igual que yo, habían decidido luchar por su libertad y que ahora debían enfrentarse a las consecuencias de esta lucha imposible de ganar. Destrozado por los acontecimientos de aquel espantoso día, me sumí en un estado de semiinconsciencia del que no salí hasta que, varias horas después, un soldado me bajo a patas de aquel camión. Fue entonces cuando me arrojaron a esta inmunda celda en la que he permanecido los últimos diez años de mi miserable existencia.
Al pensar en estos hechos, el recuerdo de mi amada invade de tristeza mi corazón. Rebusco en uno de los bolsillos de mi raída vestimenta y extraigo un pedazo de papel amarillento y arrugado, es una foto de mi amada, tan deteriorada por el largo paso de los años que apenas se distingue ya su hermoso rostro. Pero eso no importa pues su rostro, su alegre sonrisa, el intenso color dorado de su cabello y cada uno de los pequeños rasgos que la hacían tan única e irreemplazable están grabados a fuego en mi memoria y siempre los recordaré tan nítidamente como el primer día.
Ayer, un oficial entró en mi celda e impasible, me comunicó aquello que yo había esperado durante diez insoportables años: hoy todo este infierno habría acabado. Mientras espero que llegue la anhelada hora en la que al fin seré libre, pienso en mi pasado y llego a la conclusión de que si hubiese podido volver atrás, habría actuado de la misma manera. Y es que, a pesar de la desgracia que mis actos descargaron sobre mi, sé que actué libremente y no fui simplemente un borrego más que se dejó guiar ciegamente por las emotivas palabras de un tirano carismático.
De pronto la puerta de mi celda se abre. Entra el oficial y lo siguen cuatro hombres armados. ¡Ha llegado la hora! Me llevo la foto de mi amada a los labios. En ese momento, sin mediar palabra, los cuatro hombres levantan sus armas, apuntan a mi pecho y disparan. Herido de muerte me desplomo.
Mientras la vida se me escapa por las letales heridas, no puedo evitar sentir lástima por aquellos que tanto daño me han echo, pues aunque ellos destruyeron mi vida y me encerraron, yo seguí siendo libre y, ahora, muero siendo un hombre libre que siempre fue leal a sus principios y que actuó conforme a lo que su razón le dijo que era lo que debía hacer, mientras que ellos, dejaron de ser libres hace mucho tiempo y morirán siendo esclavos de aquel al que consideran su salvador.